Y te preguntarás… ¿Bea, de dónde viene tu pasión por el patrimonio? ¿Qué es lo que te motiva tanto?
Y te responderé… “Pues la verdad es que no lo sé a ciencia cierta, pero vamos a intentar responder”.
Realmente no, no sé el origen de todo esto, de dónde viene el que yo me pare ante un lugar patrimonial y sienta cosas. Tal vez pueda venir de la identidad, es decir, de lo que me ha inculcado mi familia respecto a sus pueblos de origen.
Tal vez sea ver mi casa llena de papeles y árboles genealógicos que yo no entendía porque mi padre ha sacado en archivos hasta lo más remoto de la historia de su familia. O ver cómo presume de la torre mudéjar de la Iglesia de San Martín de Valderaduey con mil fotos cada vez que va (es decir, todas las semanas) o de que encontró el nombre de las personas asesinadas por las tropas napoleónicas a su paso por su pueblo.
Tal vez sea por recordar a gente que pasaba por casa de mis abuelos en Villafáfila, llevando fotografías o documentos antiguos para mi tío Elías, que luego él recopilaba y aprovechaba para hilar la historia más reciente de su pueblo a modo de enciclopedia con patas (aun que luego la fue poniendo en orden con su propio blog)
Pero si nos vamos a la arquitectura en sí, tal vez pueda ser por la de veces que fui con el abuelo Julián a la finca de Don Manuel, esto es, al Monasterio de Moreruela. No sé ni cuándo lo visité por primera vez ni la cantidad de veces que fui, pero cuando volví en primero de arquitectura (obviamente, ya con otros ojos), entendí lo que era el patrimonio. El guarda, que por aquél entonces no se había jubilado aún, se acordaba perfectamente de mi abuelo y nos metió por todos los entresijos del monasterio.
Desde entonces, a todas las personas que vienen a verme a Zamora les cae una visita obligada a este lugar y es en ese momento cuando comprendo y comprenden que el patrimonio es mensajero de historias.